A la espera
Se cumple un año desde que nuestros destinos se separaron. Recuerdo con detalle el día que la conocí. Recién llegaba yo al país que me adoptaría como hijo suyo. Nunca imaginé que mis costumbres, mi visión de la vida y de la muerte encajaría con lo que México tenía para ofrecerme. Tanta cultura en cualquier lugar que me llevara su mano.
Ella, amante del arte, se encargó de mostrarme la inmensa paleta de colores que su país tenía para alimentar mi alma. Desde el crepúsculo del barro, el otoño en los maizales o el ardor del cuetlaxochitl en lucha con el frio invernal.
Siete años vivimos juntos y todos ellos nutrí mi espíritu de leyendas interminables que se cuentan al calor de fogón, con el olor de elotes asados y un intenso aroma de café hirviendo. ¡Cómo la extraño! Siempre me aseguró que no había nada de qué temer en su país. Que había más gente buena y en cualquier lado encontraríamos a alguien a quien pedir ayuda. Y qué razón tenía. En todas nuestras excursiones, nuestros paseos por la sierra y borracheras en las ferias de pueblo; siempre hubo alguien dispuesto a seguir la fiesta en su casa, un recalentado pendiente o un rinconcito nuevo que conocer y que no podíamos dejar pasar en nuestra siguiente visita.
Qué maravilloso fue viajar a su lado. Conocer el amor y compartir una pasión por una cultura. Y aún así, de todos los paisajes, comidas o lugares. Siempre preferí sin dudar sus fiestas y celebraciones. Esas mezclas de un pasado arraigado con una evangelización forzada.
Y por encima de todas ellas, siempre tuve especial embeleso por la de Día de Muertos. Se me salían los ojos el primer año que viajamos a Mixquic para pasar la noche en el panteón iluminado por el naranja encendido del cempaxúchitl. Atestiguar el retrato de las eras de la humanidad que lo recorrían; desde tiernos infantes que lloraban, de seguro por extrañar el calor de su hogar. Hasta pergaminos vivientes que evaluaban si esa sería su última visita por su propio pie.
Un mar de gente aunado al trajín de las almas que esperan de forma tan devota. Y para aminorar la oscuridad del sepulcro, miles de papeles de colores brillantes movidos por el viento. Catrinas y calacas dientonas flotaron a mi paso en todas las presentaciones posibles. Guitarras y cantos ahogados en alcohol. Una experiencia mágica que me hizo rogarle regresar cada año. Porque del ambiente que se vive en esos días no se cansa uno nunca. No es suficiente; se añora, hace falta. Alimenta un vacío que no sabía siquiera que existía. Quizá sea la promesa de trascendencia la que hace necesario creerla y vivirla una vez más.
Y así me acompañó ella los años siguientes. Hasta que no pudo hacerlo más. Hasta que nuestros senderos se alejaron sin retorno. Hasta que no tuvimos tanta suerte y nos cruzamos con una de esas gentes “no tan buenas”, que sin piedad y por unas monedas nos alejó para siempre. “Para siempre”, a no ser que no contáramos con el primero de noviembre.
Por eso hoy, a un año de nuestra despidida anticipada, puse en esa celebración toda mi esperanza de reencuentro. Por lejano, incierto, fantasioso o producto de una necesidad colectiva. Estoy ahora yo en el panteón a su espera. Llegué desde que me fue posible, guiado por los demás que venían en tropel y con la misma necesidad y tristeza. Qué diferente es ser parte y no un turista. La música duele, los aromas reconfortan, los rezos arrullan.
Casi todas las tumbas están ya cargadas de flores; veladoras encendidas, y plegarias interminables que dan una falsa sensación de vida a este páramo el resto del año. Son tan solo unas cuantas las lápidas que no están todavía ataviadas para esta fecha. Ella no debe tardar. Allá viene un grupo nuevo de gente que ríe y carga viandas con velas encendidas; seguro que llegará en el siguiente. Supongo que la intensidad de las flores y el titilar de las veladoras encendidas traerá algo de cobijo al frío de mi sepulcro.
Ana Laura Saavedra Villanueva
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